Una vez, hace mucho tiempo, tuve una amiga. En la época de mi bachillerato. Era una buena amiga, o al menos así lo creía yo. En nuestras conversaciones me comentó que escribía poesía. Me interesé por sus escritos. Dada la personalidad de mi amiga y su madurez en muchos aspectos de la vida -de hecho era unos años mayor que yo- me imaginé que me encontraría con creaciones de algún modo dignas de tener en cuenta. No fue así. Me decepcionó lo que leí de ella. Y mi error fue decírselo, aunque fuera a su requerimiento. Con todo tacto le hice un comentario en el sentido de que lo que estaba escribiendo respondía más a tópicos, con frases trilladas, que a un buen poema. Y añadí que podía mejorar mucho si se empeñaba en ello. Mi intención fue en todo momento ayudarle, porque creo que ella lo merecía. Al principio no pareció afectarle. De hecho, incluso me dio la sensación de que encajó la crítica de buen grado. Pero días más tarde, llegó mi amiga a mi casa con su madre. Su madre me pedía explicaciones acerca de lo que yo le había dicho a su hija para ponerla como la puse. Sí, tal como lo estoy escribiendo sucedió. Ya lo de la madre se me antojaba muy fuerte. Así que fui intentando deshacer como pude -sin tener ninguna necesidad de ello- lo que aquellas dos consideraban una especie de agravio. Lo sentí mucho por ella. Porque era una persona llena de capacidad para escribir, no específicamente en el terreno de los sentimientos, que como digo responden siempre a otra cosa que no es en realidad poesía, sino en el de las palabras y en su uso. Tenía muchas posibilidades de decir algo llegado el caso. Hace años que no sé de ella, es obvio. Seguramente hoy tendrá un blog con un pseudónimo y publicará cosas ahí. Cosas como las que me dio a leer. Internet, ya lo he dicho antes, permite este tipo de cosas.
Aquel episodio me hizo comprender, ya desde mis tiempos de bachillerato, que con pataletas nunca se suele escribir nada bueno en literatura. Y que las pataletas son eso, simples pataletas. Propias de los pequeños, de los que no tienen madurez. Si no se dejan atrás ese tipo de arrebatos provocados por el orgullo y la autoestima mal entendidos, no se puede llegar al estado de reflexión que todo intento de escribir poesía exige.
Desde entonces no he vuelto a decirle a nadie, con nombre y apellidos, nada acerca de su obra, si tal obra me parecía poco interesante o pobre. Lo he hecho generalizando. Quizá porque así nadie se da por aludido en especial y porque dichos sujetos de tal manera pueden extraer enseñanzas de una mala crítica que no se dirige o focaliza sobre un individuo en concreto.
Los que sufren pataletas, en el fondo, se señalan a sí mismos. Se ridiculizan a sí mismos. Ellos mismos se ponen en evidencia y se definen claramente con sus exabruptos. ¿No creen ustedes que las pataletas y los berrinches son más propios de la ignorancia que de eso que se suele llamar el sentido común? Yo creo que sí.
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