EL MAL GUSTO DE UN CREYENTE

Falleció mi mujer hace unas semanas. De cáncer. Muchos de mis vecinos, por no decir la mayoría, conocen que soy un ateo convencido. La prueba de que no existe dios (lo pongo siempre en minúsculas adrede, porque dios es un nombre común) la he tenido delante de mí durante toda la enfermedad de mi mujer. En ella, en su sufrimiento. Aun así, a pesar de conocer mis convicciones en este sentido, alguien, posiblemente de una parroquia cercana y casi con toda seguridad un sujeto perteneciente a la secta de los comunitarios, tuvo el mal gusto de echar en mi buzón el papelito que aparece fotografiado en la entrada. Un texto escrito por un tal Agustín, obispo de Hipona, al que muchos llaman santo pero cuya santidad me la trae al fresco porque no creo en la santidad de ningún ser humano. Me callo lo que pienso de la teología. Mejor que no sepáis la opinión que tengo de los teólogos o de los que defienden la existencia de dios. Eso ahora no viene a cuento.

El caso es que nunca se me ha ocurrido echar en el buzón de ninguno de mis vecinos creyentes un panfleto o escrito que proclame lo que para mí es una absoluta verdad: que no existe dios. Tengo el respeto suficiente por los que creen para no proceder de esa manera. Si creen, allá ellos. Es su conciencia. Necesitan creer porque les hace falta, si no estarían perdidos. Yo no necesito creer porque me cuesta creer en las mentiras. Para mí el mundo ya tiene suficiente sentido sin la fe y sin la religión.

Sin embargo, este buen señor, creyendo que hacía un gesto que me proporcionaría consuelo, consiguió todo lo contrario. Consiguió recordarme y recordarnos la muerte muy reciente de un familiar. Creyó que con pasarme una fotocopia de un texto en que se escriben mentiras manifiestas yo podría hallar alivio respecto de la desaparición de mi mujer.

Su gesto fue una afrenta, una falta de respeto. Algo propio de los que son más creyentes que nadie. Soberbios, altaneros creyentes que hacen proselitismo de un conjunto de falacias. Creen que son fuertes en la fe, y que pueden compartir esa fe con los demás. Yo reniego de la fe. Reniego de la religión. Dios no existe y a nadie deseo la experiencia por la que yo he pasado para llegar a esta conclusión íntima, personal, y, para mí, tremendamente veraz.