SIN NECESIDAD DE CIELO

Hace unos días estuve presente en un responso. Entré en la capilla por propia voluntad. Nadie me coaccionó, ni siquiera me vi obligado a ello por las convenciones sociales. Quise estar allí.

Estuve escuchando atentamente cuanto decía el sacerdote.

Que no crea no quiere decir que me tenga que mostrar desdeñoso en este sentido.

Para mí fue de mucho interés todo lo que escuchaba. Todo me resultaba familiar. Se trataba de oraciones conocidas, frases de consuelo trilladas, dichas no sólo para mitigar la tristeza de los familiares sino la de todos los presentes que acudían a la solemnidad de la reunión.

Sentí una tremenda sensación de extrañeza y, a la vez, de alivio. Y me explicaré.

El crucifijo, los otros símbolos cristianos, el gesto de asperger el agua bendita sobre el ataúd. Todo resultaba tan distante ya. Cuando ya nada de eso puede satisfacerte, porque ves de qué va todo ese tinglado en el fondo, te terminas sintiendo libre.

Yo soy libre porque no necesito ese cielo del que hablaba el cura. No quiero glorias ni pretendo infiernos. No creo ni en comuniones con los santos ni en que vayamos a resucitar con un nuevo cuerpo celestial después de un pretendido juicio ante un rey que lo gobierna todo.

Yo soy libre porque me conformo totalmente con mi esencia mortal.

Morir me hace individuo pleno, no res de un rebaño que se niega a aceptar su naturaleza temporal.

Lo que yo soy sólo será y sucederá aquí.
No va a haber otro mundo que me dé cobijo y que me libre de los pesares de este.

Yo soy libre porque voy a morir.
Y soy libre porque no voy a revivir después de haber muerto.

Soy libre porque ya no tienen efecto en mí ni las mentiras ni las fábulas.

Soy yo y eso ya es bastante.

Mi muerte será lo último que sea mío en esta única vida.

Que nadie le reste importancia a lo maravilloso de mi muerte, de la muerte.
Porque ni mi muerte ni la de nadie es el resultado del pecado en el mundo.

Vivamos sin más historias que lo único que hacen es cegarnos más.

Carpe diem.